sábado, 9 de marzo de 2019

Clavos del olvido


Clavos en la madera
que el tiempo olvidó,
con lenta herrumbre
recuerdan la dura
mano que los golpeó,
un día ya muy lejano.
Saberes que se perdieron
en viejas historias
que murieron en el fuego
de la memoria,
llamas que se reflejaron
en los ojos de sabios ancianos.

Los clavos del olvido


 Clavos en la madera
                                    que el tiempo olvidó,
                                    con lenta herrumbre
                                    recuerdan la dura
                                    mano que los golpeó,
                                    un día ya muy lejano.
                                    Saberes que se perdieron
                                    en viejas historias
                                    que murieron en el fuego
                                    de la memoria,
                                    llamas que se reflejaron
                                    en los ojos de sabios ancianos. 


viernes, 2 de junio de 2017

Coge la vida en las manos
de nuestra naturaleza
como la luz del sol
en nuestros ojos.
Que siga siendo para todos
la vida

ese intenso resplandor.


Artistas de necesidad
agitan la voz del presente
con un mensaje a la suerte
que a la vez los ata a la tierra
en comunión con este mundo,
en su soledad iracunda
manejando realidades
con una imagen aprendida,
memorizada por los seres

que nos hermanan a la vida.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Te rescaté, Umbral, de un montón de libros por barato, ya en el siglo veintiuno como por casualidad extrema, para saber de tu prosa ya en ruinas, porque me miraste aireadamente con tu odio de falsete desde aquella portada Espasa Calpe oscura, para que me enterara de tus rosas y oyera el látigo pretendido que agitaste sobre tu imagen prisionera. Querías que lo empezara a leer en tan solo una página, como un reducto encontrado en un mar castellano desecado de estantería, más parecido al interior de una de tus botellas con mensaje. Lo hice a dos euros, o sea que lo compré escarbando entre inútiles recetarios de cocina, entre biografías de políticos herniados y relatos extraños de viajes a lugares turísticos de otros mundos. Me lo llevé en una bolsa, junto a una corbata absurda y una zapatilla de deporte pasadas de moda, mientras me hablabas desde dentro, desde el pozo de tu obra rigurosa.  Y recuerdo que la cajera miró tu cara como quizás te había mirado más de una de tus férreas ninfas, comprobándote con un prejuicio pausado, definido en su forma de comprobar el precio. Allí te llevé memorial, hasta mis confines, para comprender mucho más tarde, por ejemplo, que el miedo de las mujeres es una creación del hombre, y tener tu obra apretada entre El espejo del mar y Los relámpagos de agosto, durante un tiempo más que indefinido, convertida en una luz débil, en un cielo de libros eternos. Allí guardaste silencio, estabas muerto como Ibargüengoitia y Conrad, entre mares forasteros. Solo te buscaba cuando tenía ganas de leer cosas distintas por la ley de tu casualidad profunda, pero solo te leía cuando volvía a tropezar con las gafas de tu cara, que llevaban tu mirada a trasponer el inicio de alguno de tus capítulos amargos, con sabor a coño holandés, en un momento ciego de tu amor, descrito con orfeones de fuego. Y registraba en tus bolsillos lo que relatabas antes de tus guerras de cucharadas de café, llegando a una ciudad tras otra de las que viviste en la cama. Dado eras a saber cosas que querías decir perpetuándote con la escritura perpetua que llevabas en la solapa, entonces era cuando te leía, porque te explicabas sabiamente para sostener tu creación y dejarla volar, era abrir esa edición de Miguel García-Posada, escrupulosa, para oírte preguntar a las ninfas a qué otoño dan sus senos, a qué pálido tiempo de abundancias iban tan desnudas. Así volvía a gravarse en tu aire endiosado esa necesidad de consultarte cuando aparecía un vacío de desidia lectora, aunque no tomara precauciones sobre todas tus mediaciones literarias, seguro de que lo tuyo iba a ser una prosa insólita. Iba quedando tu latencia de estilo en su rango máximo como una de tus rosas perpetuas, sobre el jarrón de todo lo leído en mi presencia. Tal vez solo como un memorial fecundo capaz de copular con la virginidad de obras paralelas, por eso una vez cambié tu obra abaratada y la puse ciego entre los veinte poemas de amor, con esa canción desesperada, y el arte de mar, el de Fromm, para ver si aprendían tus letras a domesticarse, una vez enjauladas en el zoo de la ficción realista, debajo de esa seguridad tan fallida, tan irrisoria patria de tus letras. Y tengo que decirte que sigo comprendiéndote cada vez que descorcho tus botellas de mar terroso y saco tus mensajes en capítulos, desde tus mujeres y tus hijos, hasta las obligaciones, todas, de tus recuerdos, e incluso pienso que podíamos haber sido amigos, serios y largos amigos que se hubieran peleado un día para no hablarse nunca más, para odiarse con recuerdos, para reconocerse en aventuras comunes que dejaron de tener fuste después de ponerse ambos tan satíricos. Un amigo como aquel que se dio cuenta que te gustaba leer a Quevedo, el mismo que me recomendó que no te pusiera con él, (A ti no, a tu obra), ni siquiera en la misma estantería. Sí, me lo dijo así de claro a través de su prólogo elitista y follonero, el mismo García-Posada de antes. Yo quería que me dijera más bien quién era la tía Algadefina, o esa Greta, pero luego resultó que tú lo explicabas como nadie, como lo de la gran soledad de la Quinta Avenida. Y por eso he llevado el niño al mar de tu mano, las olas lo han mojado por ti y he oído su risa tuya. ¿Qué más me has hecho hacer?... ¡Ah, sí! Buscar ese torso de mujer, viva y amante, griega no, siempre romana virgen, y encontrar esa modelo de olor y gracia, rotunda y ojival como tu pensamiento. Aunque crea que solo estás en tu libro porque verdaderamente solo estás ahí, de vez en cuando es como si salieras y entraras, como si planearas las palabras que dijiste de nuevo para formar escaleras y pasadizos a tu mundo. Me parece que hasta vi que te quitabas el pañuelo y las gafas y te ibas a dormir. Pero de lo que estoy seguro es que tu pluma aún sigue escribiendo sobre tu libro, sobre todos tus libros, para volver a decir una y otra vez todo lo que se te ocurrió contar de la vida, enfrentado a ella, divagando tan cruelmente y con tu planificada sencillez. Umbral, cada vez que te leo, eres un amigo con el que rompo y me peleo para toda la vida. Un amigo que necesito tener en un libro, lejos, en una estantería.


            Refiriéndome a Francisco Umbral,  3 de mayo del 2014

Unos cristales rotos


                   Un montón de cristales rotos, encontrados por casualidad, con solo ordenarlos un poco, me hablan de la capacidad humana de crear y destruir, del caos y el orden que puede distinguir nuestra mente. Este puñado de cristales sobre la hierba son un desecho, no tienen ya el valor que su creación les procuró; pero, ahondando, reflexionando vagamente, se puede ver lo que somos: Un cristal roto que alguien ordenó al azar.