La hoja de papel en blanco
sábado, 7 de marzo de 2020
sábado, 9 de marzo de 2019
Clavos del olvido
Clavos en la
madera
que el
tiempo olvidó,
con lenta
herrumbre
recuerdan la
dura
mano que los
golpeó,
un día ya
muy lejano.
Saberes que
se perdieron
en viejas
historias
que murieron
en el fuego
de la
memoria,
llamas que se
reflejaron
en los ojos de
sabios ancianos.
Los clavos del olvido
Clavos en la
madera
que el
tiempo olvidó,
con lenta
herrumbre
recuerdan la
dura
mano que los
golpeó,
un día ya
muy lejano.
Saberes que
se perdieron
en viejas
historias
que murieron
en el fuego
de la
memoria,
llamas que se
reflejaron
en los ojos de
sabios ancianos.
viernes, 2 de junio de 2017
miércoles, 7 de mayo de 2014
Te rescaté, Umbral, de un montón de libros por barato, ya en
el siglo veintiuno como por casualidad extrema, para saber de tu prosa ya en
ruinas, porque me miraste aireadamente con tu odio de falsete desde aquella
portada Espasa Calpe oscura, para que me enterara de tus rosas y oyera el
látigo pretendido que agitaste sobre tu imagen prisionera. Querías que lo
empezara a leer en tan solo una página, como un reducto encontrado en un mar
castellano desecado de estantería, más parecido al interior de una de tus
botellas con mensaje. Lo hice a dos euros, o sea que lo compré escarbando entre
inútiles recetarios de cocina, entre biografías de políticos herniados y relatos
extraños de viajes a lugares turísticos de otros mundos. Me lo llevé en una
bolsa, junto a una corbata absurda y una zapatilla de deporte pasadas de moda, mientras
me hablabas desde dentro, desde el pozo de tu obra rigurosa. Y recuerdo que la cajera miró tu cara como
quizás te había mirado más de una de tus férreas ninfas, comprobándote con un
prejuicio pausado, definido en su forma de comprobar el precio. Allí te llevé
memorial, hasta mis confines, para comprender mucho más tarde, por ejemplo, que
el miedo de las mujeres es una creación del hombre, y tener tu obra apretada
entre El espejo del mar y Los relámpagos de agosto, durante un tiempo más que
indefinido, convertida en una luz débil, en un cielo de libros eternos. Allí
guardaste silencio, estabas muerto como Ibargüengoitia y Conrad, entre mares
forasteros. Solo te buscaba cuando tenía ganas de leer cosas distintas por la
ley de tu casualidad profunda, pero solo te leía cuando volvía a tropezar con
las gafas de tu cara, que llevaban tu mirada a trasponer el inicio de alguno de
tus capítulos amargos, con sabor a coño holandés, en un momento ciego de tu
amor, descrito con orfeones de fuego. Y registraba en tus bolsillos lo que
relatabas antes de tus guerras de cucharadas de café, llegando a una ciudad
tras otra de las que viviste en la cama. Dado eras a saber cosas que querías
decir perpetuándote con la escritura perpetua que llevabas en la solapa,
entonces era cuando te leía, porque te explicabas sabiamente para sostener tu
creación y dejarla volar, era abrir esa edición de Miguel García-Posada,
escrupulosa, para oírte preguntar a las ninfas a qué otoño dan sus senos, a qué
pálido tiempo de abundancias iban tan desnudas. Así volvía a gravarse en tu
aire endiosado esa necesidad de consultarte cuando aparecía un vacío de desidia
lectora, aunque no tomara precauciones sobre todas tus mediaciones literarias,
seguro de que lo tuyo iba a ser una prosa insólita. Iba quedando tu latencia de
estilo en su rango máximo como una de tus rosas perpetuas, sobre el jarrón de
todo lo leído en mi presencia. Tal vez solo como un memorial fecundo capaz de
copular con la virginidad de obras paralelas, por eso una vez cambié tu obra
abaratada y la puse ciego entre los veinte poemas de amor, con esa canción
desesperada, y el arte de mar, el de Fromm, para ver si aprendían tus letras a
domesticarse, una vez enjauladas en el zoo de la ficción realista, debajo de
esa seguridad tan fallida, tan irrisoria patria de tus letras. Y tengo que
decirte que sigo comprendiéndote cada vez que descorcho tus botellas de mar
terroso y saco tus mensajes en capítulos, desde tus mujeres y tus hijos, hasta
las obligaciones, todas, de tus recuerdos, e incluso pienso que podíamos haber
sido amigos, serios y largos amigos que se hubieran peleado un día para no
hablarse nunca más, para odiarse con recuerdos, para reconocerse en aventuras
comunes que dejaron de tener fuste después de ponerse ambos tan satíricos. Un
amigo como aquel que se dio cuenta que te gustaba leer a Quevedo, el mismo que
me recomendó que no te pusiera con él, (A ti no, a tu obra), ni siquiera en la
misma estantería. Sí, me lo dijo así de claro a través de su prólogo elitista y
follonero, el mismo García-Posada de antes. Yo quería que me dijera más bien
quién era la tía Algadefina, o esa Greta, pero luego resultó que tú lo
explicabas como nadie, como lo de la gran soledad de la Quinta Avenida. Y por
eso he llevado el niño al mar de tu mano, las olas lo han mojado por ti y he
oído su risa tuya. ¿Qué más me has hecho hacer?... ¡Ah, sí! Buscar ese torso de
mujer, viva y amante, griega no, siempre romana virgen, y encontrar esa modelo
de olor y gracia, rotunda y ojival como tu pensamiento. Aunque crea que solo
estás en tu libro porque verdaderamente solo estás ahí, de vez en cuando es
como si salieras y entraras, como si planearas las palabras que dijiste de
nuevo para formar escaleras y pasadizos a tu mundo. Me parece que hasta vi que
te quitabas el pañuelo y las gafas y te ibas a dormir. Pero de lo que estoy
seguro es que tu pluma aún sigue escribiendo sobre tu libro, sobre todos tus
libros, para volver a decir una y otra vez todo lo que se te ocurrió contar de
la vida, enfrentado a ella, divagando tan cruelmente y con tu planificada
sencillez. Umbral, cada vez que te leo, eres un amigo con el que rompo y me
peleo para toda la vida. Un amigo que necesito tener en un libro, lejos, en una
estantería.
Refiriéndome a Francisco Umbral, 3
de mayo del 2014
Unos cristales rotos
Un montón de cristales rotos, encontrados por casualidad, con solo ordenarlos un poco, me hablan de la capacidad humana de crear y destruir, del caos y el orden que puede distinguir nuestra mente. Este puñado de cristales sobre la hierba son un desecho, no tienen ya el valor que su creación les procuró; pero, ahondando, reflexionando vagamente, se puede ver lo que somos: Un cristal roto que alguien ordenó al azar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)