El Menjú, ese paraíso perdido.
La Arcadia existió junto al río
Segura, en el paraje del Menjú. Allí quedan los restos de la fuente de la
eterna juventud, donde se erigía la escultura alucinante de una náyade rodeada
de delfines, que tropezó con el dios fluvial Alfeo, quien la pretendió. Allí
está su recuerdo, en el río, en aquella barca que lo cruzaba desde la carretera
de Abarán; días de mona, de niño, de juventud primaveral, alejada y viva. En
ese Menjú de paseos silenciosos, envuelto en la vegetación misteriosa de su
rivera. Toda su grandeza agarrada a un recuerdo que se multiplica con cada
ocasión que se piensa en él, como en un sueño. Toda su importancia relegada a
un aspecto mental enajenado por la crudeza de la dura actualidad. Un paraje de
recuerdo, de ilusiones perdidas, de transformaciones imposibles, de propiedad
ajena a la cordura, de dueños insensibles y mordaces. Un lugar que ya nunca más
podré recomendar que se visite. Antes sí lo hice, se lo recomendé al amor, a la
pasión, a la lúdica irresponsabilidad del alma, a los jóvenes que hacían novillos,
a un sí mismo inocente y a la inconsciencia necesaria para comprender el mundo.
Es tan triste hablar de un lugar que no quiero recomendar, con el fin de no lo
visite nadie; ni a quién lo conoció, ni a quién podría conocerlo, porque ambos
individuos, uno sabedor de lo que había y otro imaginando lo que pudo haber,
llegarían a ser el mismo, un ser impotente, deshumanizado de repente, huidizo,
asustado por una responsabilidad insufrible. La tristeza debería formar un muro
circular, de una altura considerable, para que nadie pudiera acceder a la
realidad, a un hoy y a un mañana con el significado Menjú. O la amargura
debería horadar un gran agujero que creara un pozo enorme donde cayera toda su
obra muerta. O la indiferencia tendría que formar una niebla tan espesa que
nadie pudiera atravesarla, para que nadie pudiera pisar esos paseos troceados
por la desidia. Una condena debería aislar esa porción de tierra, antaño fuente
eterna, río divino, reflejo del paraíso, lugar protegido por la diosa Diana. Una
prisión tendría que retener su exuberancia vegetativa y su naturaleza pura,
reteniendo el cumulo de propiedades exotéricas de su fundación. Habría que
cegar el ojo y la luz a la vez, deseando que nadie diera de sí la casualidad de
frecuentarlo. Y habría que pensar que todo estaba resumido en una propiedad de
ricos señoritos, que caducaron en una edad insospechada, allá en una capital
distante, ignorante, de siglos XX mortales. Y habría que saber que todo
dependía de eso, de nada más. Aunque todos nosotros lo contempláramos con la
boca abierta, desde nuestro pueblo, sin piedad. A pesar de que aún, cuando
pronunciamos la palabra Menjú, se nos llena la boca del sabor de las habas
tiernas y veamos el viejo camino más allá del puente Alambre, proponiendo una
excursión entrañable, hacia un destino excitante. Hubo unos años que la náyade
Aretusa, cuya estatua esculpida por Marco es la guardiana de los hechos, quiso
defender su espacio acuático, su virginidad remota y el ámbito de su delicada
influencia, convirtiéndose a la vez en uno de los perros de Acteón, con la
ayuda de Artemisa. Ese animal existió, atacaba a aquellos que se atrevían a
deambular por aquella finca en los años noventa. Era un perro feroz, y el
encargado, su dueño, tuvo graves problemas, porque lo denunciaron a la Guardia
Civil. La mayor parte del encanto de la finca aún perduraba. El perro
desapareció, el encargado también, eso fue darle la puntilla de la propiedad.
Un último intento de vallar sus accesos fue inútil. La finca aceleró su
absoluta decadencia, empezó a borrarse, completamente abandonada, como si
Céfiro, el dios del viento, hubiera soplado con toda su insistencia.
Desapareció su dueño, la herencia, el usufructo, la leyenda misma del Menjú, la
idea de una metamorfosis legendaria, expresada por aquel Ovidio, ahora
insignificante. Y a otro nivel, desapareció el reducto de una corriente neoclásica,
que fue como una erección puntual, en una década que consumió un intento
civilizador local, aislado y frágil. Allí se erigió la cúspide de una
civilización particular, y los bárbaros vinieron y la arrasaron cuando supieron
de su decadencia. Bárbaros de a pie, de gamberradas, de inutilidad, alejados en
un despropósito cultural extremo, que a pedradas destruyeron el mármol
inmaculado, quebrando las letras latinas que el poeta utilizó y ligó para
edificar versos ya incomprensibles. Gente ruin visitó sus paseos de idílicas
proporciones, recorrió sus estaciones glorificadas por el arte para cagar en
los rincones entrañables, donde antes se habían besado ninfas y efebos de
muchas generaciones. Personajes de gran vileza eran sus visitantes más
habituales, iban llegando en oleadas fanáticas, riendo, meando, con grandes
botellas de cerveza y latas de conservas podridas. Iban sucediéndose en mayor
ignorancia, en más desprecio por todo, una vez que ya estaban despreciados
ellos mismo por la sociedad. Y así se acabó con todo. Tardarán muchos años para
que vuelva a haber algo similar, o algo que llegue a su nivel de grandeza. Me
da la sensación que yo no lo veré. Solo me queda el consuelo de que pude ver el
Menjú, de que pude tenerlo, de que pude amar en un lugar así, aquí, tan cerca
de mi pueblo y de mi casa. No recomiendo que regreséis. No recomiendo que nadie
intente encontrarlo. Que estos últimos pregunten a sus padres, a sus abuelos,
ellos les dirán, ellos reconstruirán el Menjú como dioses benévolos, contando
sus pequeñas historias, las horas de merienda, los besos que se dieron como
novios, como jóvenes verdaderamente mitológicos. Sufriré si alguien me habla de
su actualidad, absurdamente muerta, desgarrado por la impotencia. Siempre me
veré camino del Menjú con un vinagrillo[1]
en la boca.
El nombre del Menjú puede venir del caudillo
musulmán Abed Hud. Documentos de la catedral de Murcia y en el archivo
municipal de Cieza lo denominan Abejud en 1475 y Benjú en 1780, y el nombre se
corrompe hasta el actual Menjú. (Puede ser)
La propiedad del Menjú fue
comprada a principios del siglo XX por Joaquín Paya, diplomático en la embajada
de Shangai. Este hombre fue diputado nacional por Cieza y Cartagena con el
Partido Liberal. Tenía una empresa, Eléctrica del Segura, que creo tendidos
desde Cañaverosa y el Menjú por media Murcia. En la finca se hicieron fiestas
por todo lo alto, con personalidades ilustres de aquellos tiempos.
El escultor que hizo la estatua de
Aretusa fue Francisco Marco Díaz-Pintado (1887). Joaquín Paya encarga la llamada fuente de
Aretusa, toda ella de mármol blanco, a este escultor. En esta espléndida obra
artística se trata un tema mitológico compuesto por un desnudo femenino sentado
en un sencillo pedestal, donde se esculpieron versos de la Metamorfosis de
Ovido, relatando la conversión de la ninfa Aretusa (favorita de Diana) en
fuente, para evitar la persecución de Alfeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario