Ya hace tiempo que
estoy muerto
Me he mordido la lengua y
con las uñas acabo de arañarme la cara, sin querer. No estoy solo, aunque lo
parezca. Me rodea la furia que va montada a lomos de la envidia. Estoy tendido,
dormido. Despierto y sangro. Cuando abro los ojos no estoy en el mismo lugar.
Los párpados caen y una punzada repentina los levanta, y se ve otro paisaje
anodino. Muevo mi mano derecha, elevada por mi brazo destructor, pero esos
dedos que atravesaban el pan están amputados por el tiempo, de cuya alegoría increíble
sale un filo infinito de acero. Toma, recógeme, me pide la intransigencia de
mis músculos. ¿No ha visto que no tengo dedos para hacerlo, en esta mano tan
diestra? Con la izquierda, ¡Perro!, añade de forma encantadora. Sorprendido por
esa voz inmisericorde indago en mi desaparecida musculatura de antaño. Los
huesos se articulan satisfechos antes de poner delante de mis ojos
ensangrentados esa mano siniestra del olvido. Sus dedos deformes parecen cinco
culebras negras, sin uñas, sin piel, sin ninguna humanidad perniciosa. ¿Qué
quieres que haga con ella, no hay nada que pueda coger en este entorno
desesperado? Le pregunto a la desidia que encarna la muerte. Métetela por el
culo, repite cien veces. Por una sola vez lo haría. Pero presiento que es un capricho
absurdo. Prefiero romper con el puño el cristal opaco que me encarcela. Si
tuviera fuerzas, eso sería una obsesión que me volvería la cordura durante el
breve instante de dolor. Ya hace mucho que cambié todas mis fuerzas por dolor y
el dolor por cordura, ahora estoy loco y desvalido, incapaz de sentir otra cosa
que la compasión de mi memoria, la cual exprimo, rebuscando alguna gota de
sufrimiento. Y todo lo peor que siento es sed, una sed que no llega nunca a ser
horrible, debido a que mi imaginación lo impide, al mostrarme la frescura de
mil fuentes a la vez. Puedo reírme de mí mismo, ¡Qué miedo! ¡Si estoy muerto!
Mejor salir de este cuerpo maldito, o al menos imaginármelo, y pensar que me
elevo sobre mí mismo, y cuando miro hacia abajo me veo, rodeado por un charco
de sangre negra, las piernas estiradas, los brazos abiertos, la cabeza
mirándome, para decirme: ese soy yo; ¡Mírame! Hasta caer de bruces sobre ese
cuerpo muerto y seguir perteneciendo a él sin vida, sin dolor, sin miedo, sin
cordura. Ahora, ya vienen a recogerme. Se asoman sobre mí como si estuvieran al
borde de un pozo. No los oigo porque sentiría dolor. No siento sus manos
engomadas por guantes azules, ni percibo el despecho que sienten por mí, al
verme tan destrozado. No tardan en llevarme hasta el interior de una caja, que
cierran sin ningún miramiento, sin causarme el dolor angustioso que más deseo.
Me meten en un vehículo, cuyo motor oigo lejano, y es como si me arrastraran
por kilómetros de asfalto de una forma tristemente indolora. El traqueteo del
viaje me duerme y los sueños no me acogen en ese lecho de pesadillas
satisfactorias. Es como si me hubiera dormido, acunado por todas las clases de
muertes que este vehículo ha transportado a lo largo de su larga existencia. Y
qué desilusión, ninguna me causa el más mínimo dolor, ni espanto. Cuando llego
a ese transitorio destino, al que me han conducido sucintamente, la envidia me
corroe, allí hay tantos cuerpos afortunados sintiendo dolor, que unos instantes
infrahumanos logran animarme, con una dosis de generosa maldad, al saber toda
la gente que va a morir en los próximos días. Breve euforia que se ve apagada
por la blancura de todos los vivos que me circundan. Más aún, cuando veo que
perpetran sobre mi cuerpo profundas heridas que me hacen aborrecer estar muerto
del todo. Curiosamente, han extraído mi corazón y lo ponen delante de mi cara,
¿Para qué?, si pudiera verlo con la nitidez suficiente, me recrearía en su
negror y quizás me dolería; ¡Pero es que no ven que no puedo! Apenas me retemblan
los dientes podridos que pueblan mis mandíbulas, cuando la sierra eléctrica
corta mi cráneo. Y parece que huelo con desagrado el contenido de mi estómago,
cuando me abren en canal. Pronto acaban conmigo, sin que me duela que me cosan
con tan poca delicadeza. Si pudiera les pediría que me cortaran la cabeza, en
un último intento de sentir ese dolor necesario para vivir un instante más.
Pero este personal parece cansado, parece que todos estuvieron ayer de juerga.
Ya se han despachado. Me llevan al depósito. No conocía el lugar. Oscuridad y
frescor es lo que menos necesito. Preferiría pudrirme al sol. Ojalá me
arrojaran a un barranco poblado por buitres, o a un río repleto de cocodrilos.
Me hielo sin sentir dolor, y me duermo sin poder soñar. Cuando vuelvo a
despertar, es el día de mi entierro. La temperatura ha subido demasiado y
apesto. Ahí estoy en esa caja de pino
final, negra y hermética. Ya no queda nada, todo se ha acabado en mí mismo. Los
llantos que se oyen ahí fuera son todos falsos y aún así nada en mi ser me
duele. El último silencio, el absoluto, me duerme en un último sueño amoratado
y frío en el que nunca jamás podré ya soñar nada más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario