domingo, 24 de noviembre de 2013


                       Horizonte de pinares


                 Pinares que llegan al horizonte
                 entre el atochar interminable del monte.
                 Por allí anda mi vista perdida,
                 paloma torcaz pobre y herida.
                 Vuelo y camino a la par,
                 como si anduviera por el mar,
                 y no por estos bosques de pino y romeral.
                 Cabezos preñados y peñones agrietados,
                 ramblas y barrancos ricos en esparto.
                 Pedregosos caminos llenos de encanto.
                 Nubecillas que parecen gordas espiguillas.
                 Brisa pobre para la antigua trilla,
                 en las eras perdidas que ya no brillan,
                 junto a esas casas de ruina, abandonadas,
                 donde más que nada abunda la mejorana.
                 Triste entonces en esas moradas,
                 en sus derrumbes me quedo tendido,
                 como andan aquellos viejos pinos
                 tan secos y retorcidos.

                                             Ya hace tiempo que estoy muerto



                      Me he mordido la lengua y con las uñas acabo de arañarme la cara, sin querer. No estoy solo, aunque lo parezca. Me rodea la furia que va montada a lomos de la envidia. Estoy tendido, dormido. Despierto y sangro. Cuando abro los ojos no estoy en el mismo lugar. Los párpados caen y una punzada repentina los levanta, y se ve otro paisaje anodino. Muevo mi mano derecha, elevada por mi brazo destructor, pero esos dedos que atravesaban el pan están amputados por el tiempo, de cuya alegoría increíble sale un filo infinito de acero. Toma, recógeme, me pide la intransigencia de mis músculos. ¿No ha visto que no tengo dedos para hacerlo, en esta mano tan diestra? Con la izquierda, ¡Perro!, añade de forma encantadora. Sorprendido por esa voz inmisericorde indago en mi desaparecida musculatura de antaño. Los huesos se articulan satisfechos antes de poner delante de mis ojos ensangrentados esa mano siniestra del olvido. Sus dedos deformes parecen cinco culebras negras, sin uñas, sin piel, sin ninguna humanidad perniciosa. ¿Qué quieres que haga con ella, no hay nada que pueda coger en este entorno desesperado? Le pregunto a la desidia que encarna la muerte. Métetela por el culo, repite cien veces. Por una sola vez lo haría. Pero presiento que es un capricho absurdo. Prefiero romper con el puño el cristal opaco que me encarcela. Si tuviera fuerzas, eso sería una obsesión que me volvería la cordura durante el breve instante de dolor. Ya hace mucho que cambié todas mis fuerzas por dolor y el dolor por cordura, ahora estoy loco y desvalido, incapaz de sentir otra cosa que la compasión de mi memoria, la cual exprimo, rebuscando alguna gota de sufrimiento. Y todo lo peor que siento es sed, una sed que no llega nunca a ser horrible, debido a que mi imaginación lo impide, al mostrarme la frescura de mil fuentes a la vez. Puedo reírme de mí mismo, ¡Qué miedo! ¡Si estoy muerto! Mejor salir de este cuerpo maldito, o al menos imaginármelo, y pensar que me elevo sobre mí mismo, y cuando miro hacia abajo me veo, rodeado por un charco de sangre negra, las piernas estiradas, los brazos abiertos, la cabeza mirándome, para decirme: ese soy yo; ¡Mírame! Hasta caer de bruces sobre ese cuerpo muerto y seguir perteneciendo a él sin vida, sin dolor, sin miedo, sin cordura. Ahora, ya vienen a recogerme. Se asoman sobre mí como si estuvieran al borde de un pozo. No los oigo porque sentiría dolor. No siento sus manos engomadas por guantes azules, ni percibo el despecho que sienten por mí, al verme tan destrozado. No tardan en llevarme hasta el interior de una caja, que cierran sin ningún miramiento, sin causarme el dolor angustioso que más deseo. Me meten en un vehículo, cuyo motor oigo lejano, y es como si me arrastraran por kilómetros de asfalto de una forma tristemente indolora. El traqueteo del viaje me duerme y los sueños no me acogen en ese lecho de pesadillas satisfactorias. Es como si me hubiera dormido, acunado por todas las clases de muertes que este vehículo ha transportado a lo largo de su larga existencia. Y qué desilusión, ninguna me causa el más mínimo dolor, ni espanto. Cuando llego a ese transitorio destino, al que me han conducido sucintamente, la envidia me corroe, allí hay tantos cuerpos afortunados sintiendo dolor, que unos instantes infrahumanos logran animarme, con una dosis de generosa maldad, al saber toda la gente que va a morir en los próximos días. Breve euforia que se ve apagada por la blancura de todos los vivos que me circundan. Más aún, cuando veo que perpetran sobre mi cuerpo profundas heridas que me hacen aborrecer estar muerto del todo. Curiosamente, han extraído mi corazón y lo ponen delante de mi cara, ¿Para qué?, si pudiera verlo con la nitidez suficiente, me recrearía en su negror y quizás me dolería; ¡Pero es que no ven que no puedo! Apenas me retemblan los dientes podridos que pueblan mis mandíbulas, cuando la sierra eléctrica corta mi cráneo. Y parece que huelo con desagrado el contenido de mi estómago, cuando me abren en canal. Pronto acaban conmigo, sin que me duela que me cosan con tan poca delicadeza. Si pudiera les pediría que me cortaran la cabeza, en un último intento de sentir ese dolor necesario para vivir un instante más. Pero este personal parece cansado, parece que todos estuvieron ayer de juerga. Ya se han despachado. Me llevan al depósito. No conocía el lugar. Oscuridad y frescor es lo que menos necesito. Preferiría pudrirme al sol. Ojalá me arrojaran a un barranco poblado por buitres, o a un río repleto de cocodrilos. Me hielo sin sentir dolor, y me duermo sin poder soñar. Cuando vuelvo a despertar, es el día de mi entierro. La temperatura ha subido demasiado y apesto. Ahí estoy  en esa caja de pino final, negra y hermética. Ya no queda nada, todo se ha acabado en mí mismo. Los llantos que se oyen ahí fuera son todos falsos y aún así nada en mi ser me duele. El último silencio, el absoluto, me duerme en un último sueño amoratado y frío en el que nunca jamás podré ya soñar nada más.
 
Cuando el sujeto aparece en sombras y el fotógrafo se refleja a si mismo, copartícipe del momento, relacionándose con el entorno y dividiendo la fotografía en dos. Esta, en concreto, se podría cortar casi por la mitad y serían dos imágenes completamente diferentes. 
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miércoles, 19 de junio de 2013





                                                   El Menjú, ese paraíso perdido.



               La Arcadia existió junto al río Segura, en el paraje del Menjú. Allí quedan los restos de la fuente de la eterna juventud, donde se erigía la escultura alucinante de una náyade rodeada de delfines, que tropezó con el dios fluvial Alfeo, quien la pretendió. Allí está su recuerdo, en el río, en aquella barca que lo cruzaba desde la carretera de Abarán; días de mona, de niño, de juventud primaveral, alejada y viva. En ese Menjú de paseos silenciosos, envuelto en la vegetación misteriosa de su rivera. Toda su grandeza agarrada a un recuerdo que se multiplica con cada ocasión que se piensa en él, como en un sueño. Toda su importancia relegada a un aspecto mental enajenado por la crudeza de la dura actualidad. Un paraje de recuerdo, de ilusiones perdidas, de transformaciones imposibles, de propiedad ajena a la cordura, de dueños insensibles y mordaces. Un lugar que ya nunca más podré recomendar que se visite. Antes sí lo hice, se lo recomendé al amor, a la pasión, a la lúdica irresponsabilidad del alma, a los jóvenes que hacían novillos, a un sí mismo inocente y a la inconsciencia necesaria para comprender el mundo. Es tan triste hablar de un lugar que no quiero recomendar, con el fin de no lo visite nadie; ni a quién lo conoció, ni a quién podría conocerlo, porque ambos individuos, uno sabedor de lo que había y otro imaginando lo que pudo haber, llegarían a ser el mismo, un ser impotente, deshumanizado de repente, huidizo, asustado por una responsabilidad insufrible. La tristeza debería formar un muro circular, de una altura considerable, para que nadie pudiera acceder a la realidad, a un hoy y a un mañana con el significado Menjú. O la amargura debería horadar un gran agujero que creara un pozo enorme donde cayera toda su obra muerta. O la indiferencia tendría que formar una niebla tan espesa que nadie pudiera atravesarla, para que nadie pudiera pisar esos paseos troceados por la desidia. Una condena debería aislar esa porción de tierra, antaño fuente eterna, río divino, reflejo del paraíso, lugar protegido por la diosa Diana. Una prisión tendría que retener su exuberancia vegetativa y su naturaleza pura, reteniendo el cumulo de propiedades exotéricas de su fundación. Habría que cegar el ojo y la luz a la vez, deseando que nadie diera de sí la casualidad de frecuentarlo. Y habría que pensar que todo estaba resumido en una propiedad de ricos señoritos, que caducaron en una edad insospechada, allá en una capital distante, ignorante, de siglos XX mortales. Y habría que saber que todo dependía de eso, de nada más. Aunque todos nosotros lo contempláramos con la boca abierta, desde nuestro pueblo, sin piedad. A pesar de que aún, cuando pronunciamos la palabra Menjú, se nos llena la boca del sabor de las habas tiernas y veamos el viejo camino más allá del puente Alambre, proponiendo una excursión entrañable, hacia un destino excitante. Hubo unos años que la náyade Aretusa, cuya estatua esculpida por Marco es la guardiana de los hechos, quiso defender su espacio acuático, su virginidad remota y el ámbito de su delicada influencia, convirtiéndose a la vez en uno de los perros de Acteón, con la ayuda de Artemisa. Ese animal existió, atacaba a aquellos que se atrevían a deambular por aquella finca en los años noventa. Era un perro feroz, y el encargado, su dueño, tuvo graves problemas, porque lo denunciaron a la Guardia Civil. La mayor parte del encanto de la finca aún perduraba. El perro desapareció, el encargado también, eso fue darle la puntilla de la propiedad. Un último intento de vallar sus accesos fue inútil. La finca aceleró su absoluta decadencia, empezó a borrarse, completamente abandonada, como si Céfiro, el dios del viento, hubiera soplado con toda su insistencia. Desapareció su dueño, la herencia, el usufructo, la leyenda misma del Menjú, la idea de una metamorfosis legendaria, expresada por aquel Ovidio, ahora insignificante. Y a otro nivel, desapareció el reducto de una corriente neoclásica, que fue como una erección puntual, en una década que consumió un intento civilizador local, aislado y frágil. Allí se erigió la cúspide de una civilización particular, y los bárbaros vinieron y la arrasaron cuando supieron de su decadencia. Bárbaros de a pie, de gamberradas, de inutilidad, alejados en un despropósito cultural extremo, que a pedradas destruyeron el mármol inmaculado, quebrando las letras latinas que el poeta utilizó y ligó para edificar versos ya incomprensibles. Gente ruin visitó sus paseos de idílicas proporciones, recorrió sus estaciones glorificadas por el arte para cagar en los rincones entrañables, donde antes se habían besado ninfas y efebos de muchas generaciones. Personajes de gran vileza eran sus visitantes más habituales, iban llegando en oleadas fanáticas, riendo, meando, con grandes botellas de cerveza y latas de conservas podridas. Iban sucediéndose en mayor ignorancia, en más desprecio por todo, una vez que ya estaban despreciados ellos mismo por la sociedad. Y así se acabó con todo. Tardarán muchos años para que vuelva a haber algo similar, o algo que llegue a su nivel de grandeza. Me da la sensación que yo no lo veré. Solo me queda el consuelo de que pude ver el Menjú, de que pude tenerlo, de que pude amar en un lugar así, aquí, tan cerca de mi pueblo y de mi casa. No recomiendo que regreséis. No recomiendo que nadie intente encontrarlo. Que estos últimos pregunten a sus padres, a sus abuelos, ellos les dirán, ellos reconstruirán el Menjú como dioses benévolos, contando sus pequeñas historias, las horas de merienda, los besos que se dieron como novios, como jóvenes verdaderamente mitológicos. Sufriré si alguien me habla de su actualidad, absurdamente muerta, desgarrado por la impotencia. Siempre me veré camino del Menjú con un vinagrillo[1] en la boca.

         El nombre del Menjú puede venir del caudillo musulmán Abed Hud. Documentos de la catedral de Murcia y en el archivo municipal de Cieza lo denominan Abejud en 1475 y Benjú en 1780, y el nombre se corrompe hasta el actual Menjú. (Puede ser) 

                    La propiedad del Menjú fue comprada a principios del siglo XX por Joaquín Paya, diplomático en la embajada de Shangai. Este hombre fue diputado nacional por Cieza y Cartagena con el Partido Liberal. Tenía una empresa, Eléctrica del Segura, que creo tendidos desde Cañaverosa y el Menjú por media Murcia. En la finca se hicieron fiestas por todo lo alto, con personalidades ilustres de aquellos tiempos.

        El escultor que hizo la estatua de Aretusa fue Francisco Marco Díaz-Pintado (1887).  Joaquín Paya encarga la llamada fuente de Aretusa, toda ella de mármol blanco, a este escultor. En esta espléndida obra artística se trata un tema mitológico compuesto por un desnudo femenino sentado en un sencillo pedestal, donde se esculpieron versos de la Metamorfosis de Ovido, relatando la conversión de la ninfa Aretusa (favorita de Diana) en fuente, para evitar la persecución de Alfeo.



[1] Oxalis pes-caprae